miércoles, 16 de diciembre de 2009

Mi patria


La Patria (del latín patrĭa, familia o clan > patris, tierra paterna > pater, padre) suele designar la tierra natal o adoptiva a la que un individuo se siente ligado por vínculos de diversa índole, como afectivos, culturales o históricos.

Yo no nací en un rincón remoto, lo hice en "el Macarena" en el año 1977, ese año las incubadoras tenían literas para poder acoger a todos los niños del “Baby Boom”, unos cuantos metros hacía el noreste (Tirando como pá la gota de leche, pá que nos entendamos) estaba esperándome mi patria chica, el macareno barrio de Villegas.

Villegas, es un barrio que nació a principios de los 70, al norte de la Macarena, en extramuros. Por aquel entonces los arquitectos aprovechaban las líneas que trazaban las huertas y los cercados en los que se dividían las tierras, para construir barriadas que diesen cobijo a los miles de jóvenes trabajadores que iban a descubrir lo que era vivir en un piso (provenían de esas maravillosas casas de vecinos con olor a cisco y en las que hasta el “cagaero” se compartía) y los miles de emigrantes extremeños y de la sierra norte sevillana y onubense, que abandonaron sus pueblos en busca de un futuro mejor para sus hijos.

Los bloques estaban habitados, pero nadie se sentía parte de ese recién estrenado “Núcleo Residencial” (algunas promotoras se atrevieron a denominarlo así). Recuerdo a mis padres hablando con amigos y citándose en el barrio los domingos al mediodía, y allí íbamos cada fin de semana, después de dar una vueltecita por “La Alameda” (esto era un mercadillo, en el que se vendían cosas robadas y otras muchas que no servían para nada, pero que la gente compraba), mis padres se anclaban en el bar “der Luí” y mientras bebían botellines y tapeaban, los hijos nos dedicábamos a buscar en los restos del mercadillo algo de “valor”.

Allí, en la esquina de la antigua Dr.Letamendi (ahora Correduría) con la Alameda de Hércules se acumulaban jóvenes provenientes de sus nuevos hogares situados al norte de la ciudad, y daban una sensación al viandante, parecida a la que tenemos hoy en día cuando paseamos por El Cerezo (aunque con las caras desteñidas). Formaron y forman parte de una misma identidad.

Nosotros los niños de los apagones (qué manera más divertida de celebrar la ausencia de luz tenían nuestros padres) crecimos a la vez que lo hacía la ciudad. Los colegios, las carreteras, las instalaciones deportivas, las tiendas y los bares, emergían en solares como jaramagos, la generación que no tuvo casi nada se puso en marcha (era como cuando unos padres primerizos se afanan en preparar la habitación para la llegada de su primer hijo).

Pero hubo algo que la generación de los guateques no pudo brindarnos en nuestras manos. Teníamos un amasijo de ladrillos en forma de panal de abejas donde poder habitar, pero carecía de identidad.

Lo primero era conocernos y para ello era fundamental buscar un mote apropiado para cada uno y de eso se encargaron los “medianos” (¿está claro no?, ni los más grandes ni los más chicos) y a mí me bautizaron como “El bola” y a mi mejor amigo por entonces Jesús “El culo”, después llegaron “Los Villa”, Jesús “El rubio”, Javier “El Pumuki”, José “El negro” y así hasta llegar a Rosa “La Gorda”.

Las fronteras eran muy importantes y estaban perfectamente delimitadas dependiendo de la hora que marcará el reloj Casio con calculadora, que teníamos grapado a la muñeca. Me explico: si estábamos jugando, los límites eran el quiosco de la china (creo que era japonesa, pero nunca nadie se atrevió a preguntárselo directamente), el quiosco de Felisa (Esta buena mujer tenía una mano “tullía”, y le pedíamos algo que estuviese lo suficientemente alto, como para que nos diera tiempo de coger todo lo que pudiéramos antes de que se diera la vuelta y ya hubiéramos desparecido) y por último la plaza de abastos (aún sigue en pie resistiendo a “carrefures” varios).

Cuando se acercaba la hora de la merienda (coincidía con el comienzo de la serie de Willy Fog) los límites se estrechaban, ya que la voz de una madre diciendo ¡¡¡¡¡¡A MERENDAR!!!!! debía ser escuchada antes de que se repitiese tres veces (Estos móviles nunca se quedaban sin batería, pero sí sin cobertura). Daba igual que madre fuese, era como el chupinazo de salida. Acto seguido las cabezas de nuestras madres empezaban a salir por las ventanas de las cocinas, ¡KIIIIIIIKIIIIIII! ¡JESÚÚÚÚÚÚÚÚÚÚÚÚS! Era muy importante estar cerca; después del tercer grito bajaba tu madre y eso significaba un mal trago delante de tus amigos y por supuesto no bajar a la calle el día siguiente. Recuerdo a Mari “la pelirroja” buscando a mi amigo Javi tras bajar desde un cuarto sin ascensor, después de atraparlo, lo subía escalón por escalón a golpe de colleja.

Una cosa que no nos ayudó a unirnos, fue la dispersión que provocaron nuestros padres a la hora de matricularnos en los distintos colegios de la zona. Existían varias alternativas para los niños y sólo una para las niñas, ya que en “las monjas” no permitían por entonces la matriculación masculina (El colegio Virgen Milagrosa tenía y tiene muy buena fama). La mayoría fuimos repartidos entre el Manuel Siurot y el Pinoflores. A mí me tocó este último, inaugurado ese primer curso por la Concejal María Rodríguez (Ahora que lo estoy pensando, esta compañera debe sacarme al menos dos décadas de ventaja).

El barrio también tenía sus líderes y cuando surgía algún problema, allí siempre saltaba un voluntario. Como aquel fin de semana que estuvimos todo el mundo cazando ratas. Los pisos de Villegas tienen unos 47 metros útiles y los bajos fueron aprovechados para construir cuartillos (creo que fuimos los primeros de Sevilla en tener trastero y garaje para las motos) y para ello era necesario retirar todos los escombros de la base de los cimientos. El padre de mi amigo Andrés “El Cazaó” (sigue en el barrio y es uno de los amigos que me obligan a volver de vez en cuando) reclutó un ejército de excavadores y a la medida que se clavaban las palas, emergían por todas partes roedores pertenecientes a la familia de los gatos (No los he vuelto a ver nunca de ese tamaño) a los cuales, iba aniquilando este pacífico vecino.

Tampoco podré olvidar fácilmente los conflictos “internacionales”. Mientras que con la gente de Villegas “la nueva” los solucionábamos a golpe de naranjazos, con los del polígono no nos quedaba otra que correr a los portales y escondernos hasta que pasaba la marejada, eran tiempos en los que “La banda del Algarrobo” campaba a sus anchas y convertían el barrio en un día de Reyes, pero al revés: iban “solicitándonos nuestros juguetes con absoluta amabilidad” y si no ofrecíamos resistencia, incluso evitábamos una clase de “guantás” gratuitas.

Esto ocurría siempre que no estaba asomada “la abuela Isabel”. Está lotera, emigrante retornada de Francia y que junto a su marido Antonio (está en el tercer anillo disfrutando de la compañía de Antonio Puerta) inculcaron el Sevillismo a todo aquel niño que tuviese algo de duda, bueno, a lo que iba, Isabel era la única capaz de enfrentarse a los “lolailos” (siempre hubo canis, aunque algo menos sofisticados) y no sé por qué razón siempre huían al verla, sobre todo cuando su jardín se llenaba de nísperos, era el único árbol de toda la barriada cuyos frutos era degustado por nosotros y no por la gente del polígono.

Mi barrio con el tiempo ha ido envejeciendo, las generaciones de jóvenes que allí nos criamos a base de bollycaos, hemos repetido la historia de nuestros padres y hemos emigrado al Este o al Aljarafe. Ahora es mi hijo el que me escucha hablar de mi patria y el que me acompaña cada fin de semana a mi encuentro con mis paisanos, ya no es un barrio rodeado de droga, ahora está compuesto por trabajadores inmigrantes y por nuestros “abuelos” padres, pero tiene su historia y una identidad que estará siempre presente.

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