miércoles, 20 de enero de 2010

ISABELA




Cuando nació en Cádiz un siete de diciembre de 1929 ya era feliz. Alexander Fleming días más tardes descubriría la Penicilina y Al Capone campaba a sus anchas por un Chicago lleno de corrupción.
Mi abuela Isabel celebró el don de la vida desde el mismo instante en que se le concedió: mientras que los recién nacidos de entonces estrenaban sus oídos con llantos de hambre, mi abuela lo hizo con las coplas de “Er Beni de Cai”. Ella amó Sevilla, se casó con la Alameda y estuvo cerca de la Macarena hasta el último día de su vida, pero siempre se sintió orgullosa de su sangre “gadita”.
Isabela nunca se quejó, aunque tuvo millones de motivos para hacerlo. Mi abuela no tuvo la suerte de nacer en su tiempo, es más, ni siquiera encajaba en el de sus bisnietos, su forma de entender la vida la convirtió en una de las miles de anónimas heroínas, que fueron capaces de ser felices en una sociedad que las trataba como auténticas escupideras.
Mi abuela era POLÍTICA. Ella aceptó sin problemas que su misión en la vida era servir a los demás, nunca pensó en ella, pero una de las tareas que más remarcada tenía en su cabeza, era la de evitar que sus nietas repitieran misión; era una feminista ejemplar con la palabra y el pensamiento, aunque no lo pudo llevar a la práctica ni con ella, ni con sus hijas (mi madre es igual de feminista y ha sido nuestra criada mientras hemos permanecido bajo la protección de su nido).
Tuve la suerte de crecer junto a Isabela, mi relación con mi tío Sevi, me otorgó el privilegio de estar mucho tiempo en “mi casa” de la Alameda (ejerció como hermano mayor hasta un partido de fútbol entre el Sevilla y el Albacete). Eran tiempos en los que yo intentaba imitar a mi tío en todo. Su habitación estaba completamente empapelada de posters de melenudos procedentes de la  revista Metal Hammer, los pantalones elásticos y las camisetas negras eran nuestro autentico uniforme y nuestras salidas a “La Jarra” terminaban en una odisea cuando, de madrugada, las cervezas nos impedían subir sin percances la escalera de caracol que te llevaba directamente a la puerta de nuestro hogar en Doctor Letamendi 23.
Mi abuela sabía que no nos movíamos en un ambiente “sano”, pero ella siempre confió en los de su sangre. Mi tío Sevi hacía desfilar, día sí y día no, a toda clase de especies raras de la manada heavy sevillana. Ninguno jamás se sintió incomodo junto a esa “vieja”, lejos de esconder el monedero con miedo a que desapareciera (en la vida he visto un heavy robando, pero las caras de las abuelas al cruzarse con nosotros por San Pedro, delataban de todo menos tranquilidad), les plantaba un plato de filetes de pollo a la plancha antes de que pudieran abrir la boca.
Sus 23 nietos no pudimos ser atendidos como es habitual en una abuela de hoy en día (en 2010 hay más juegos infantiles que niños), pero tod@s fuimos defendidos por ella en alguna ocasión: su sordera no le impedía escuchar, con nitidez, alguna crítica hacia un miembro de su familia, y aunque proviniese de su propia hija, ella saltaba y se inventaba cualquier excusa para justificarlo.
Justo lo contrario ocurría cuando la sangre González no corría por las venas de algún yerno o nuera. Esto fue lo que le ocurrió a mi padre. La gente piensa que yo me llamo Enrique en honor a él, y esto no es del todo cierto. Mi abuela nunca tuvo química con mi padre, entre otras “cuestiones importantes”, Enrique se llamaba un primo suyo que estaba loco y en su cerebro se había alojado la idea de que todos los que respondiesen a ese nombre, eran desequilibrados. Mi madre respiró tranquila al vislumbrar mi cara de “Paquirrín” entre restos de su placenta , su hijo podría ser feo, pequeño y hasta poco inteligente, pero estaba radiante de alegría al ver una almendra colgando en mi entrepierna, ya que esto suponía que su hija no arrastraría toda la vida la losa de llamarse ¡ENRIQUETA!. Mi padre consiguió lo que pretendía, un Enrique de sangre González que rompiese la barrera instaurada en la cabeza de mi abuela.
También recordaré toda mi vida el primer encuentro de mi abuela con mi mujer. Fue el Domingo de Ramos de 2003, andábamos viendo algún paso por La Alameda, y Ana se sintió mareada, subimos a su casa y se metió en el baño un buen rato. Al salir, mi abuela la invitó a sentarse al lado suya y tocándole el muslo con sus manos repetidamente (ella siempre te daba para avisarte de que estaba hablando, aunque la estuvieras mirando fijamente), le soltó: “Yo también tuve mareos y vómitos una semana Santa y a los nueve meses nació mí Maribel”, la que es ahora mi mujer se sonrojó mientras yo y mi abuela nos partíamos de risa.
Isabela nunca tuvo nada suyo, excepto “su casa”. Su hogar no tardó en estar rodeado de buitres con caras de “asusta-viejas”. Una casa de tres plantas en el centro y con solo una vivienda ocupada por unos abuelos, se antojaba muy golosa para los ojos de los especuladores. Pero no contaban con mi abuela, su espíritu revolucionario y la máxima de “Resistir es vencer”. Pudieron ser observados en directo, por todos los españoles que siguen habitualmente a María Teresa Campos o Ana Rosa Quintana.
Mi abuela defendió su contrato de renta antigua con uñas y dientes, participó en reuniones, acudió a la prensa, a Casas Viejas (gracias a los okupas por abrirles sus puertas), le ofrecieron viajes, pisos y un sin fin de caramelos envenenados que no la cegaron en ningún momento. Isabela quería morir en su barrio y nadie lo podría impedir por muchos euros que les depositaran en las palmas de sus arrugadas manos.
 Si de algo me siento orgulloso, es de haber luchado junto a ella en una trinchera situada justo en la puerta de su casa. Su valentía me daba miedo, pero a los “enemigos” más, y al final entendieron que la batalla sólo acabaría cuando mi abuela emprendiera su viaje definitivo, justo en el barrio donde ahora juega al fútbol un tal Antonio Puerta.
Isabela también fue una compañera ejemplar. Siempre cuidó de Bartolomé: hasta el último día de su vida lo estuvo sirviendo como si de un hijo más se tratase. Recuerdo a esa esposa mientras mi abuelo realizaba su “Tour de Francia” por la Bodeguita, el Laurel o el Mudo, ella, preparaba su comida midiendo los tiempos con exactitud para que cuando apareciese mi abuelo Bartolo, por el arco del triunfo que formaba la dichosa escalera de caracol, las lentejas estuviesen aún bien calentitas.
Ella nunca le reprochó nada a su marido; mi abuelo eligió a la mujer perfecta para cumplir su más preciado proyecto: 8 hijos, 23 nietos y 15 bisnietos a los que han visto nacer, crecer y reproducirse. Todos, sin excepción, tuvimos la oportunidad de mirarla antes de que el pasado 13 de Noviembre se despidiera de nosotros para siempre, y eso, con las trampas que hoy en día nos tiene puesta la vida, solo está al alcance de una heroína.
Mi abuela Isabela